25 Nov Todo lo grande nace del cielo
(DENIS CHARLET/Getty Images)
XISKYA VALLADARES / The Objective
08.08.2014 – En España, los niños quieren ser futbolistas; las niñas, profesoras. Según una encuesta de Adecco, los niños prefieren que su profesión tenga un reconocimiento social (20,7%). Las chicas, en cambio, quieren dedicarse a labores que implican ayudar a los demás (24,3%). ¿Quién nos enseña que lo importante no es lo que hagamos sino con qué corazón lo hacemos? Es un tópico lo que diré, pero necesitamos recordarlo: No somos más por lo que tenemos ni hacemos; valemos sencillamente el peso de nuestro amor.
Hoy estoy de Ejercicios Espirituales en Loyola. Me resulta más difícil que nunca el escribir esta columna. No por elegir el tema, ni por el tiempo que me requiere, ni tampoco porque suponga una distracción. Sino porque al distanciarme estos días del mundo, veo tan claras cuántas cosas nos ciegan y nos pierden, que quisiera decirlas y sé que hablaría chino porque esta no es el lenguaje que nuestros oídos captan mejor. De todas formas, algo intentaré, no puede ser de otro modo.
Muchos de los que me leéis estáis de vacaciones, probablemente en la casa paterna/materna… Esa casa donde al volver podemos descansar y ser nosotros plenamente. Lugar de compartir con los hermanos, de sinceridad y transparencia. También de rutina sencilla donde a veces el tiempo pasa muy lento, pero cura nuestras fiebres de prisas y eficacia. El sitio de las risas y las broncas francas, del vivir a tope el momento presente. Una necesidad del corazón para volver a su centro.
Atrás hemos dejado temporalmente el ajetreo de un trabajo, las exigencias de unos jefes o de una marca, la imperiosa necesidad de dar resultados inmediatos y ser reconocidos. Y todo esto es lo que viven nuestros niños y niñas. Las fiebres de eficacia y las rutinas sencillas de la casa veraniega. No les enseñamos tanto con discursos o sermones. Aprenden mucho más de lo que nos ven hacer. De nuestro tiempo entregado, de nuestra paz y ciencia, de nuestra sencillez sincera, de nuestra humanización del trabajo, de nuestra rutina santificada, de ese tiempo… eternamente presente y anclado en Dios o no.
Cuando pienso que Jesús pasó 30 años en Nazareth y sólo 3 predicando, me pregunto qué tendrá ese tiempo escondido y silencioso del que no hablan los evangelios. Demasiados años para que fueran inútiles. Le imagino trabajando traqnuilo entre virutas, secándose el sudor, bebiendo agua para calmar la sed, descansando a la sombra de la tarde, compartiendo gozoso con su madre, riendo con los chiquillos que jugaban, sintiendo la vida sin prisas y sin afanes ni ansiedades. En una rutina monótona llena de paz. Hablando con Dios su Padre en diálogo continuo. Buscando a ratos su voluntad. Y llego a una sola conclusión que me afecta la vida entera: Las grandes obras (como salvar el mundo) se gestan en grandes tiempos de silencio y de interioridad.
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