02 Dic Alegraos, consagrados!
«Quería deciros una palabra, y la palabra era alegría.
Siempre, donde están los consagrados, siempre hay alegría»
(Papa Francisco)
Francisco es de esas personas que no solo habla de alegría sino que contagia esa alegría. Y la vida religiosa, no exenta de albergar también personas heridas, necesita ese revulsivo (medio curativo de algunas enfermedades internas) de la alegría sanadora. No tenemos derecho a dejarnos robar la alegría cuando realmente «el Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús». Si los consagrados no somos personas alegres, ¿a quién podremos pedírselo? El encuentro con Jesús es lo que más rápido y profundamente puede sanar heridas del corazón.
«En la limitación de la condición humana, en el afán cotidiano, los consagrados y consagradas vivimos la fidelidad dando razón de nuestra alegría, siendo testimonio luminoso, anuncio eficaz, compañía y cercanía para las mujeres y los hombres de nuestro tiempo que buscan la Iglesia como casa paterna.» No se trata de una alegría infantil ni superficial. Se trata de una vivencia profunda y sanadora como la que narra Isaías 65,18. «No hay santidad en la tristeza!», dice el Papa Francisco. No estéis tristes como quienes no tienen esperanza, decía san Pablo (1Ts 4,13). Se trata de la alegría de sentirnos amados y confiados en Dios.
Si a un nivel humano esto ya es sanador, imaginemos lo que puede ser sentirnos amados y confiados por el mismo Amor personificado. Lo natural es sentirnos tristes cuando nos sentimos abandonados, rechazados, que molestamos con nuestra presencia a un ser querido. Lo natural es irrumpir en gozo cuando sucede lo contrario. Cuando nos sentimos aceptados, acogidos, queridos y valorados. El cristiano en general, pero el consagrado en particular, vive de esa experiencia de un Dios ternura que le acoge todo el tiempo en sus brazos haga lo que haga, incluso cuando metemos la pata hasta el fondo y nosotros mismos no nos sabemos perdonar. «No tengamos miedo a la ternura» nos dice la Carta del Magisterio de Francisco a los consagrados.
Quien tiene esta experiencia de Dios, tendrá sano su corazón y podrá establecer diálogos de ternura y de afecto con los más necesitados. A veces éstos son los más cercanos que ni siquiera percibimos: familiares, hermanos y hermanas de comunidad, personal con el que trabajamos directamente, etc. Recordemos a «Oseas que anuncia a Gomer que la llevará al desierto y hablará a su corazón (cf. Os 2,16-17)». Toda la Biblia está llena de este tipo de diálogos. Recordemos el del levita de Efraim, que habla a la concubina que lo ha abandonado (cf. Jc 19,3). No son solo palabras: acción y palabras son una sola. La ternura nos lleva a la acción, al diálogo, a la acogida desinteresada y sincera, a la consolación del triste y herido.
Pero es cierto que no siempre es fácil el acercamiento a las personas más heridas. Ellas tienen miedo de que les hagamos más daño. Han sufrido mucho y no quieren sufrir más. Necesitamos acercarnos con la ternura de Dios, después de haber estado tiempo con Él contagiándonos de su amor. Llevar el abrazo de Dios a los más heridos y necesitados no es fácil. Suena bonito pero mi experiencia personal es que lo bonito no siempre es lo más fácil. A veces lo más cómodo es abandonar a ese hermano o hermana, pero ¿podemos ir dejando en la cuneta a aquellos preferidos de Dios cuando hemos experimentado en carne propia su ternura? «El Papa Francisco nos confía a nosotros consagrados y consagradas esta misión: encontrar al Señor, que nos consuela como una madre, y consolar al pueblo de Dios.» Ser testigos de su misericordia. No regalando las migajas de nuestro afecto, sino entregándonos de todo corazón, aún bajo riesgo de salir dañados… No puedo olvidar aquellas palabras del papa: «Prefiero una iglesia accidentada herida y manchada por salir a la calle, antes que una Iglesia enferma por el encierro y la comodidad de aferrarse a las propias seguridades.»
El mensaje del papa para los consagrados es claro, directo y sencillo: Vivir de la experiencia de la ternura de Dios, dar toda la misericordia que hemos recibido (con palabras y acciones) y ser testigos reales del amor de Dios con nuestras vidas. Cómo lo concretamos depende de ese diálogo personal de cada uno de nosotros con el Señor. Pero en ningún caso podemos excluir, ni dejar por fuera, a los más cercanos, a los más necesitados, ni a los más heridos. Ellos son los primeros porque lo son para el Señor.
Sor CARMEN ELENA
Posted at 16:00h, 04 febreroGracias, Santo Padre por su Bella Carta Apostólica del 21 de noviembre.
ESPERAMOS NO DEFRAUDARLO.
Dios sea bendito