Tú también serás un viejo

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FOTO: Alessandra Tarantino/AP Photo

XISKYA VALLADARES / The Objective

06.03.2015 – Que no atender a nuestros mayores es pecado mortal, ha dicho el papa Francisco este miércoles pasado. Supongo que conoces –como él y como yo– padres enfermos, mayores, abuelos, que teniendo varios hijos, se sienten completamente solos. Y te parten el alma. Reconozco que la gente que se siente sola o triste es mi debilidad y trato en todo lo posible, darles algo (aunque sea poco) de lo que merecen y necesitan. Pero no porque lo pida Dios, ni porque sea buena. No. Incluso, quizás, por egoísmo. Me voy a explicar.

– Cuidar a nuestros mayores no es una cuestión religiosa. Lo hacen grupos étnicos que jamás han oído hablar de Jesucristo. En África, en América, en Asia, los ancianos son la riqueza de un pueblo. Y esto es solo cuestión de sabiduría popular que a veces supera con creces la sapiencia intelectual de los académicos. Pero en todo caso, soy monja y sé que en lo débil, pobre y frágil, se hace aún más presente nuestro Dios.

– Los pueblos que veneran a sus mayores saben que, aunque hoy ellos se babeen o chocheen o simplemente sean unos pesados, a ellos les deben la vida y casi todo lo que hoy son. Por tanto, no pueden no ser agradecidos. ¿Quién sino ellos te trajeron al mundo, te pagaron tus estudios, te enseñaron un trabajo, te transmitieron tus valores, te dieron parte de tu personalidad, te hicieron llegar a lo que hoy eres?

– La ancianidad, la enfermedad, la senectud, incluso la demencia senil, la depresión, el sentimiento de inutilidad, y todo lo que la cultura del descarte nos ha transmitido como rechazo hacia nuestros ancianos, sí tiene un valor por mucho que queramos rechazarlo desde nuestra concepción de inmediatez y utilidad. Ese valor se lo da el amor auténtico. Un amor que no está de moda, pero que es el único que salva al mundo. Ese amor que no espera nada a cambio, que es paciente, es servicial, no tiene envidia, todo lo perdona, todo lo cree, y agradece lo mucho o poco que recibe en la vida. No apreciar este amor nos lleva a esa cultura que solo valora lo útil, lo inmediato y lo eficaz. Cuando la auténtica riqueza de un pueblo surge de la experiencia, la sabiduría y los frutos lentos que manan del tiempo tranquilo, de la espera paciente y del fruto sosegado.

No puedo comprender a los hijos que –porque saben que tienen seguros el cariño y amor de sus padres- les tratan con desdén, les hieren continuamente, e incluso dejan de hablarles largo tiempo. Tampoco puedo entender a aquellos que se aprovechan del beneficio que pueden sacar de sus padres mayores, les roban dinero, se quedan con sus pensiones, les engañan en sus cuentas bancarias, o incluso les “compran” con su cariño solo para conseguir lo que pueden sacar de beneficio de ellos. Mucho menos puedo comprender ni aprobar a los que abandonan a sus padres y se desentienden por completo de ellos (no me refiero a quienes les llevan a residencias porque necesitan trabajar; me refiero a los que no van a visitarles ni les llaman jamás). Cuidado, porque hay muchas formas de hacer esto y la vida da muchas vueltas, un día, mañana, seremos nosotros esos abuelos.

Maldita la cultura nuestra que descarta a nuestros ancianos como si fueran objetos de productividad. Maldita porque aquello que hacemos con ellos, un día no muy lejano revertirá contra nosotros. De hecho, ya estamos viviendo en una sociedad de malcriados, caprichosos, comodones, y egoístas. Una sociedad facilona que solo busca el propio bienestar sin importarle el de los demás. Esa sociedad que estamos haciendo será la que nos cuide (o descuide) cuando no podamos valernos por nosotros mismos.

Yo no quiero pedir perdón ante una tumba. Prefiero pedir perdón ya y quiero hacerlo en público porque me compromete más. Pido perdón a mi madre por las veces que en mi juventud la hice sufrir con mis cabezonerías, con mi frialdad, con mi distancia, con mis malas respuestas, con mis humillaciones públicas, con mis silencios hirientes, con los mil disgustos que le he dado, con lo poco que he acogido sus consejos, con mis pensamientos de superioridad ante sus ideas y creencias. Prefiero llorar con ella ahora que no mañana ante su tumba. Su amor incondicional no me da derecho a pensar solo en mí, en mi capricho, en mi beneficio o en mi comodidad. Y quiero pedir perdón también a mis Hermanas ancianas, las de mi Congregación, por no valorarlas más, por mis malas respuestas, por no comprenderlas, por no acompañarlas, por no mostrarles mi veneración y mi cariño, por no reconocer su sabiduría y su riqueza espiritual, ni agradecer con cariño todo lo que me han legado a través de esta gran familia a la que pertenezco.

“Una sociedad sin proximidad, en donde la gratuidad y el afecto sin compensación – incluso entre extraños – van desapareciendo, es una sociedad perversa.” (Francisco)

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