La condena sin juicio

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Nunca tenía que haber pensado que él quería quitarle el agua. Cuando supo, después de matarlo, que solo le había salvado la vida, mandó a inscribir: «Incluso cuando un amigo hace algo que no te gusta, sigue siendo tu amigo». Y «cualquier acción motivada por la furia es una opción condenada al fracaso». Condenado a morir por mala interpretación.

2/04/2015 / Neupic – Tenía un fiel amigo del que se fiaba totalmente. Un día se dio una circunstancia que él interpretó como una traición. Le dio hasta tres oportunidades porque lo amaba mucho. Hasta ahí nada anormal. Pero le pudo el miedo a perder el control, a que le criticaran por lo que le consentía o permitía, a no hacer lo correcto. Y aunque nunca tenía que haber dudado de él porque jamás antes le había sido infiel (al contrario), acabó perdiéndolo sin comprobar por qué había actuado de esa forma que tanto le desagradó. No se fió de que siempre le había cuidado.

Esta es la historia de Gengis Jan con su halcón, que relato más adelante. Es también mi experiencia personal con alguien que nunca quiso escucharme cuando se sintió traicionada y decidió matar nuestra amistad a base de silencio e indiferencia. Quién sabe si un día recibirá la sorpresa que Gengis Jan descubrió después de la muerte injusta de su amigo fiel.

Esta es solo una de las más simples (y de las muchas) condenas que este mundo realiza sin derecho a la presunción de inocencia o sin permitir defensa. Similar, aunque mucho más grave, a la de Jesús. Pero, por si fuera poco, con una muerte llena de amor infinito hasta el extremo. Amor traducido en perdón a quienes le condenaban injustamente y en bien incondicional oculto incluso a los ojos de los suyos. Algo impensable sin un corazón verdaderamente libre y transformado en auténtico amor. No es el único caso. Otros más en la historia, pasada y actual, demuestran esta capacidad ‘divina’ del ser humano que se vuelve co-redentor. Por ejemplo, los mártires cristianos en Siria o en Irak; por su escasez considerados como ‘extraterrestres’ (santos) en este mundo que vivimos.

El problema mayor en toda esta ilógica es la ceguera (por su rabia o su dolor) de quien no es capaz de ver ni la inmensa injusticia que comete, ni el enorme daño innecesario que se hace a sí mismo. Pero sobre todo, ceguera al amor fiel de quien piensa le ha hecho daño, le estorba o le ha traicionado. Por más que ese amor haya sido un bien para él. Es lo que pensaron de Jesús quienes le condenaron (no les venía bien para su sistema de creencias y valores). Es lo que siguen viviendo tantos ‘cristos’ sufrientes de hoy.

Creo que esta leyenda oriental explica de forma más clara y sencilla la realidad que revivimos los cristianos estos días acerca de Aquel que dio su vida por rescatarnos de la muerte sin que lo supiéramos hasta después:

Cierta mañana, el guerrero mongol Gengis Jan y su cortejo salieron a cazar. Mientras que sus compañeros llevaron flechas y arcos, Gengis Jan llevaba su halcón favorito en el brazo que era mejor y más preciso que flecha alguna, porque podía subir al cielo y ver todo aquello que el ser humano no consigue ver. Ahora bien, pese al entusiasmo del grupo, no consiguieron encontrar nada. Gengis Jan, decepcionado, volvió a su campamento; pero, para no descargar su frustración en sus compañeros, se separó de la comitiva y decidió caminar solo. Habían permanecido en el bosque más tiempo de lo esperado y Jan estaba muerto de cansancio y sed. Por el calor del verano, los arroyos estaban secos, no conseguía encontrar nada para beber hasta que -¡milagro!- vio un hilo de agua procedente de una roca que tenía delante. Al instante, retiró el halcón de su brazo, cogió el vasito de plata que siempre llevaba consigo, se quedó un largo rato para llenarlo y, cuando estaba a punto de llevárselo a los labios, el halcón alzó el vuelo le arrancó el vaso de las manos y lo llevó lejos. Gengis Jan se puso furioso, pero era su animal favorito, tal vez tuviera sed también. Agarró el vaso, le quitó el polvo y volvió a llenarlo. Cuando lo tenía lleno hasta la mitad, el halcón volvió a atacarlo y derramó el líquido. Gengis Jan adoraba a su animal, pero sabía que no podía permitir una falta de respeto en circunstancia alguna, ya que alguien podría estar presenciando la escena y más tarde contaría sus guerreros que el gran conquistador era incapaz de domar una simple ave. Esa vez, desenvainó la espada, cogió el vaso, empezó de nuevo a llenarlo, con un ojo en la fuente y el otro en el halcón. En cuanto vio que tenía bastante agua y estaba a punto de beber, el halcón de nuevo alzó el vuelo y se dirigió hacia él. Jan, con un golpe certero le atravesó el pecho. Pero el hilo de agua se había secado. Decidido a beber de cualquier modo, subió a lo alto de la roca en busca de la fuente. Para sorpresa suya, había, en realidad, una poza de agua y en medio de ella, muerta, una de las serpientes más venenosas de la región. Si hubiera bebido el agua, ya no estaría en el mundo de los vivos. Jan volvió al campamento con el halcón muerto en sus brazos. Mandó hacer una reproducción en oro del ave y grabó en una de las salas: «Incluso cuando un amigo hace algo que no te gusta, sigue siendo tu amigo». En la otra a la mandó escribir: «Cualquier acción motivada por la furia es una opción condenada al fracaso.»

Lo bueno es que el mal no tienen nunca la última palabra, por mucho que haya llegado hasta la muerte. Porque como dice Nelson Mandela: «Nadie nace odiando a otra persona […]. El odio se aprende, y si es posible aprender a odiar, es posible aprender a amar…» Aprender a amar supone desaprender nuestros prejuicios, nuestro orgullo, nuestros miedos, nuestras experiencias negativas, nuestras inseguridades y nuestra forma de levantar defensas. La verdad y la debilidad del amor es la única que triunfará al final. Pero para eso, a veces, debemos pasar por mucho dolor purificador y mucha oración hasta conseguir ‘merendarnos’ nuestro egocentrismo y dejar fluir cada vez más en nosotros el amor que nos es connatural.

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