20 Sep Una estrella fugaz en el bar
14.08.2015 / The Objective – No pude ver las Perseidas anoche. El cielo estaba nublado. Ni siquiera se veía la montaña de Montserrat que tengo al frente nada más abrir la ventana. Pero las estrellas ahí estaban. Que yo no las viera no significa que ellas no estuvieran.
Suele pasar con las realidades más importantes: están ahí pero no las vemos. «No se ve bien sino con el corazón», escribió Saint Exupery en El Principito. Y para que el corazón vea necesita el silencio y también a veces la soledad. Muchas veces el ruido y las prisas del exterior las llevamos tan caladas dentro que incluso cerrando los ojos y la boca seguimos con el ruido por dentro. Pero el corazón humano necesita la paz del silencio para poder vivir.
No podemos interpretar la vida si no paramos a encontrarnos con ella. Imposible encontrar el sabor y el sentido de lo que vivimos sin pasar por «pesados» momentos de silencio y soledad hasta que estos mismos se transforman en luces y paz. Iba a escribir que «vivimos» muchos instantes en un día, mejor escribo «pasamos» muchos instantes diarios, pero solo vivimos aquellos en los que hemos sabido entrar. Porque hay como un mensaje oculto en cada hecho que nos acontece, imposible de descifrar y disfrutar sin pararnos (las cosas que nos ocurren no son buenas ni malas en sí, dependen de las experiencias vividas del corazón donde llegan).
Esta mañana he salido al centro del pueblo a buscar una cosa. De camino he entrado en un bar a tomar un cortado porque me moría de sueño (anoche dormí muy mal). En la barra estaba un hombre de unos 60 años con una larga barba blanca y un vaso grande de alcohol con hielo en la mano. Tenía pinta de llevar tiempo ahí plantado. Me ha saludado, me ha ofrecido el mejor asiento y cuando estaba sentada me ha acercado un libro que olía a nuevo: La vida de San Agustín. Lo he ojeado por educación, los libros de santos no son mis favoritos. He tomado el cortado y le he devuelto el libro a través del camarero. Vi que lo cogía y no decía nada. Él seguía con su vaso de alcohol. Después de pagar el euro y poco, antes de irme, me he acercado a él; le he preguntado si era él el autor del libro. No, no era suya la autoría, él era licenciado en filosofía, le gustaba la teología y se declaraba tomista. Pero no sabía lo que era una monja. Seguía llamándome «señora». Me echó un pequeño rollo filosófico. Yo solo le escuchaba como si no tuviera nada mejor que hacer. Al terminar de hablar, me acercó la mano, se la estreché y nos despedimos. Di la vuelta y al segundo me volvió a llamar: – Señora, llévese el libro. Se lo agradecí y me excusé (seguro a él le hacía ilusión el libro recién comprado y yo no lo iba a leer). Me insistió: – Por favor, señora, lléveselo. Pasaron segundos mientras alargué la mano para cogérselo. Mi corazón me decía que era importante cogerlo. Sus ojos se habían aguado por completo. Nos cruzamos una profunda mirada desde el corazón y le dije: -Dios lo bendiga, muchas gracias. Di la vuelta y me fui.
Andando de regreso solo pensaba en lo que acababa de suceder. Dios terminaba de mostrarme el sentido de ese instante: no soy mejor ni peor que aquel hombre, pero sentía muy dentro la alegría de mi misión en este mundo como una gran responsabilidad. Dios llama a quien quiere, no por ser mejor. Dios da a quien quiere, siempre para darlo a otros gratuitamente. Pero los preferidos, los predilectos de Dios, son siempre los más pequeños y pobres, los que más sufren el peso de una vida dura, los que pasan anónimamente matando horas en un bar sin saber bien por qué, los que aman sin ser correspondidos, los que luchan en la vida con deseos de esperanza… Quién sabe. Quizás hoy en la barra de ese bar escuché a Dios. Una estrella fugaz no se me escapó.
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